Padre Tamayito

Biografía Corta

Gregorio Nacianceno Tamayo López fue un líder espiritual y comunitario de la vereda Cuchilla del Salado en Manizales.

 

El padre “Tamayito”, como era llamado cariñosamente por la gente de la parroquia, nació en la Cuchilla del Salado el 5 de marzo de 1905 en el seno de una humilde familia de colonos granadinos. Su padre era Francisco Tamayo, quien fue uno de los primeros colonizadores de la vereda, y su madre fue Dolores López.

 

Desde muy pequeño dejó ver una humilde y bondadosa personalidad que permitía augurar su ferviente vocación al servicio de Dios. Dada a su humilde condición, el padre “Tamayito” debió dedicarse desde joven a las labores agrícolas. Contaba una habitante de la vereda, que sus tías debían “garitear” a la finca La Fonda y que su abuelo solo les permitía ir, si con ellas iba Gregorio Nacianceno Tamayo, que también debía garitear frecuentemente hacia allí. “Las dejaban ir con él porque era un muchacho muy respetuoso y educado”[1] dice la señora.

 

A pesar de su humilde condición, Gregorio Nacianceno Tamayo decidió, a la edad de 32 años, ingresar al Seminario Mayor de Manizales para realizar sus estudios eclesiásticos.

 

Debido al empeño de entregar su vida a Dios a pesar de su edad, de su poca formación académica y de las grandes dificultades económicas, Gregorio Nacianceno Tamayo se ganó el especial afecto de Monseñor Concha Córdoba quien siempre lo mostraba como ejemplo a seguir a los demás seminaristas.

 

En el año de 1947 recibe su ordenación de sacerdote de las mismas manos de Monseñor Concha Córdoba. Recibida su orden es nombrado Cooperador de la Parroquia de Pensilvania (Caldas). Después pasa a la Parroquia de Arauca y luego a San Antonio en Manizales. Finalmente, en 1955, es puesto al frente de la parroquia de su vereda natal la Cuchilla del Salado. Allí trabajó duramente por erigir el templo espiritual que en un principio estaba hecho de vigas de guadua, paredes de madera y techo de paja.

 

Trabajó hasta 1958, año en que fue reemplazado por el Pbro. Elías López, pero luego, en 1966 vuelve de nuevo a la vereda a la cual dedica el resto de su vida sacerdotal hasta el año de 1986, época en la que se retira por problemas de salud. El padre “Tamayito” pasa sus últimos días en medio de la pobreza y al final muere en el Hospital Geriátrico un 9 de octubre de 1991.

 

El padre “Tamayito” es recordado en la vereda como un verdadero “santo”. Si algún padre siguió de la manera más pura y recta los votos de pobreza y servicio a los demás, este fue el Padre "Tamayito". Se cuenta que, cada mes, cuando recibía su pensión, empacaba el dinero en bolsitas de plástico, las cuales marcaba con el nombre de alguna persona o familia pobre de la vereda para luego ir a entregársela. Su aspecto, en todo momento era el mismo, un hombre de anteojos, menudo y pequeño, rodeado de un aura de bondad y humildad, con una sotana negra casi siempre evidenciando el desgaste del tiempo.

 

Se puede decir que, de tiempos pasados, es el personaje más reconocido y representativo de la comunidad de la Cuchilla del Salado, un ejemplo de humildad, de bondad y de vida.

 

Biografía extensa

Esta biografía corresponde al "Capítulo IX. El padre "Tamayito"" del libro "Al filo de la montaña: historia de la Cuchilla del Salado" (en desarrollo)

Parte I - La Aurora

Contenido:

- Una familia y la esperanza de una vida mejor
Nace un instrumento de Dios
Una personalidad que auguraba un gran futuro
Servicio militar obligatorio
- Una vida virtuosa
El llamado de Dios

Parte II- La Tarde
- El Seminario y el seminarista
- Inicia la vida sacerdotal
- La erección del templo espiritual
- El Presbítero Gregorio Nacianceno se convierte en el Padre Tamayito
- El pobre más pobre
- Su rutina
- Los volados
 

Parte III - El Ocaso

- La enfermedad
- El inicio del final
- El ocaso 
- Polvo somos y al polvo volveremos
 
Parte IV - El Renacer de un Santo
- Legado
- Milagros: (i) la familia y (ii) la salud
 

 

 

Parte I: La Aurora

Contenido:

- Una familia y la esperanza de una vida mejor
Nace un instrumento de Dios
Una personalidad que auguraba un gran futuro
Servicio militar obligatorio
- Una vida virtuosa
El llamado de Dios

 

  1. Una familia y la esperanza de una vida mejor

Para 1890, Vahos, actualmente Granada, era una pequeña parroquia al oriente del Departamento de Antioquia. La tierra ácida de estas montañas no la hacía muy prolífica para la agricultura. Las familias crecían, vientos de guerra empezaban a levantarse y constantes noticias desde el sur de Antioquia, acerca de nuevas y feraces tierras, seducía los ánimos emigratorios de los vaheños que ya habían empezado a emigrar desde 1870.

Al norte de un naciente poblado bautizado como Manizales se habían encaramado en un filo algunos vecinos de la villa de Vahos, quienes habiendo comprobado las ubérrimas bondades de la tierra, no hacían sino alentar a otros familiares para que los imitaran en la búsqueda de una parcela cultivable. Un parroquiano vaheño llamado Francisco Tamayo se dejó cautivar por las deliciosas descripciones de los paisajes fértiles recién colonizados y tomó la decisión de buscar una mejor vida para su familia allí. Una mañana bien temprano, apenas despuntado la aurora, cargó su mula con chiros y corotos y, junto a su mujer Dolores López y su primogénito Ramón Emilio Tamayo, emprendió el largo viaje que lo llevaría a Manizales.

La travesía duraba unos ocho días aproximadamente, durante los cuales debían cubrir la ruta Vahos, Marinilla, La Ceja del Tambo, Abejorral, cruzar el rio Arma para pasar a Aguadas, después dirigirse a Pácora, de ahí a Salamina, luego a Aranzazu, bajar a Neira, pasar por Pueblo Rico o Las Guacas, descender a El Guineo, subir por la falda de Las Zetas  y finalmente llegar a La Linda o El Salado, como se conocía antes a la vereda.

Pasaban los años 1895 cuando don Francisco llegó a la vereda donde ya se levantaban algunas casuchas bahareque. Allí se encontró a varios paisanos de Vahos con quienes empezó a dar forma al caserío que, incipiente y todo, se iba levantando inspirado en el espíritu solidario de los vaheños.

Rara vez se veía a una familia antioqueña con pocos hijos, y ésta familia no iba a ser la excepción. Don Francisco Tamayo y su señora Dolores López dieron fruto a nueve hijos en la Cuchilla del Salado: Jesús María, Gregorio Nacianceno, Manuel Tiberio, Esther Julia, Ana Josefa, Rosa Amelia, Clara Elena, Pedro Nel y Alfredo; y diez con Ramón Emilio, quien había nacido en Vahos en 1892.

 

  1. Nace un instrumento de Dios

Gregorio Nacianceno Tamayo López nacería el diez de marzo de 1905 en medio de esta humilde familia de colonos vaheños[1].

Don Francisco había logrado hacerse a algunas parcelas por el sector de El Hoyo a través de compra hecha a don Joaquín Giraldo, prestante habitante de la vereda, padre de Giraldos, quien apreciaba mucho a sus coterráneos vaheños y les permitía acceder a la tierra por módicas sumas de dinero.

Empezó por levantar  su rancho y sembrar sus cultivos de plátano, frijol, guineo, yuca, arracacha y café, siendo éste último producto el corazón de una naciente industria con un prometedor futuro y a la que muchos campesinos le estaban apostando.

Gregorio Nacianceno, como todos sus hermanos, desde muy temprana edad debió ayudarle a su padre con las labores agrícolas. Al tiempo que trabajaba en la finca intentaba formarse en la escuela de la vereda que no alcazaba a llegar sino hasta tercer año de primaria, lo que significaba que los alumnos apenas si aprendían a leer, escribir y a hacer algunas cuentas. A pesar de los limitados conocimientos académicos, Gregorio Nacianceno recibió una excelente formación humana y religiosa producto de la ferviente piedad católica que practicaban sus padres, como era costumbre en toda familia paisa.

A todos los hijos, y luego a los bisnietos, se les contaba una anécdota familiar para educarlos en los valores de la honradez y la humildad. Cuando Francisco Tamayo, su padre, debió salir de Vahos para la Cuchilla del Salado, era tanta la pobreza que no pudo pagar una libra de carne que debía en la plaza desde hacía algunos días. Sin embargo, se prometió que apenas tuviera el dinero suficiente volvería a Vahos a pagarla. Efectivamente, a principios de 1900, cuando ya tenía su parcela en la vereda y algo de estabilidad económica, volvió a Vahos con su hijo mayor, Ramón Emilio Tamayo, y pidió perdón a su compadre y le pagó la libra de carne que debía, agregando unos pesos más por las molestias. Luego de esta anécdota le decían a los hijos: “nunca le quiten nada a nadie, uno tiene que ser honrado en la vida”.

Además, la familia Tamayo no empezaba ni terminaba un día sin que se dedicaran unos minutos a rezar el Santo Rosario. Todos los domingos, sin falta y bien temprano, arrancaban con muchas otras familias de la vereda en una “procesión” con rumbo a La Linda, en busca del principal alimento espiritual del antioqueño que era la santa misa dominical.

La confesión religiosa se practicaba de una manera tan abnegada, y en casi todos los ámbitos de la vida cotidiana, que se podría pensar que cada uno era un santo a su manera, pero Gregorio Nacianceno obtuvo un doctorado en su formación católica al internalizar de una manera especial los misterios de la humildad, la piedad, la bondad y la mansedumbre cristiana.

¿Habría pensado desde joven en la idea de hacerse sacerdote? ¿Alguna vez en su juventud concibió la imagen de entregarse al servicio apostólico de la Iglesia? No hay forma de saberlo, pero hasta tanto se sabe que Gregorio Nacianceno empezaba a destacar por ciertas características de bondad y de cristiandad que se alejaban del convencional joven de la época.

 

  1. Servicio militar obligatorio

La historia de Colombia ha sido una seguidilla de guerras entre facciones opuestas de la sociedad. Apenas independizados, hubo guerras para decidir qué hacer con lo obtenido; después, durante todo el siglo XIX, federalistas y centralistas se disputaron la manera de organizar la república; las guerras no paraban y el despunte del siglo XX tomó al país en la guerra de los mil días. La recién centralizada república de Caro y Núñez requería de un ejército nacional y permanente, y para ello se expidió la ley 167 de 1896 que organizaba el servicio militar obligatorio. Para la época del biografiado todo varón mayor de veintiún años de edad y menor a cuarenta debía enlistarse en el ejército, especialmente si era pobre. Gregorio Nacianceno fue reclutado por las fuerzas armadas estatales por los años de 1927, tal y como lo hicieron muchos otros jóvenes a los que el respeto por las leyes del Estado era el fiel reflejo del respeto a la autoridad que en su hogar les habían enseñado.

Su estadía en el servicio fue por un par de años, regresando a su vereda natal hacia 1929.

 

  1. Una vida virtuosa

De nuevo en su hogar, su vida no cambió mucho. Al aclararse el día se levantaba y antes de hacer cualquier cosa rezaba el Santo Rosario, luego se tomaba “los tragos”, se colocaba en la tarea de buscar el agua para traer a la casa y después desayunaba. En algunos casos  empacaba el almuerzo en cocas de aluminio y se iba a trabajar  en la finca de don Pantaleón Gonzales o en la de don Antonio Zuluaga, en la vereda San Isidro, lo que hoy conocemos como “La tomatera”.

En la tarde, rayando la noche, rezaba de nuevo su rosario en familia, tomaba la merienda y se acostaba. Nunca consiguió novia y nunca se llegó a tomar un solo trago de licor, ¿sabría él que Dios le tenía predestinada una vida a su servicio? ¿Concebía, para esos días, la idea de ser sacerdote, o era tan solo el deseo de llevar una vida célibe y tranquila? De nuevo, no se puede más que especular. Lo que sí se sabe es que aquél joven adoptó una vida poco común a la de sus contemporáneos, en quienes era habitual el buscar novia, echar suerte en los juegos como el “tute” y tomar licor los fines de semana.

En aquellos tiempos el matrimonio era una regla absoluta para aquella mujer y aquel hombre que se quisieran unir como pareja, y era muy común que los matrimonios se celebraran entre personas aún muy jóvenes. Lo normal era que la muchacha se casara de quince años y el muchacho de los dieciocho, aunque nadie veía problema si el hombre le llevaba ocho o diez años de diferencia a la mujer. Gregorio Nacianceno, con 30 años, podía declararse oficialmente “solterón”.

Este hecho no lo perturbaba en absoluto y en cambio parecía estarle más acorde con esa personalidad cristiana y virtuosa que había cosechado durante toda su vida. Conservando su castidad y alejado de la mayoría de las pasiones mundanas, parecía como si estuviera guardándose para algo grande, como si estuviese guardando su inmaculada y diáfana alma para los designios de Dios.

Su apacible cotidianidad tan solo era quebrantada por esas épocas especiales dentro de las celebraciones católicas. Los domingos era día de descanso, de alabanza y de consagración espiritual; ese era su día de recreo. Mientras otros esperaban el sábado para vender su café, meterse a una cantina y embriagarse en licor, Gregorio Nacianceno esperaba impaciente el domingo para embriagarse en las alabanzas de la misa dominical.

Si el último día de la semana era su favorito, la Semana Santa era la época del año en la que dejaba de lado cualquier trabajo que estuviera haciendo para dedicase solo a ella. Todos los días de la Semana Santa se trasladaba hasta la parroquia de la Inmaculada Concepción, en el centro de Manizales, y allí vivía y revivía la pasión, muerte y resurrección de Jesús. El padre Zuluaga, que atendía en esa época la parroquia, viendo la consagración con la que se dedicaba ese feligrés a la Semana Santa, lo dejaba participar activamente en su celebración. Le ayudaba al padre en todo lo que necesitaba: llevando los estandartes, gritando a todo pulmón las letanías y oraciones durante la misa y las procesiones, y corriendo de allá para acá y de acá para allá en todo lo que le pidiera el padre Zuluaga.

 

  1. El llamado de Dios

Fue durante la Semana Santa de 1939 que el padre Zuluaga llamó a Gregorio Nacianceno Tamayo y le dijo: “Gregorio, usted tiene vocación religiosa, ¿a usted no le gustaría entrar al Seminario y hacerse sacerdote?. Esta propuesta lo aturdió ¿él? ¿Un campesino con apenas tercero de primaria? ¿Un “viejo” con más de 30 años? ¿A qué edad saldría del Seminario? Cualquiera en su posición habría esquivado decentemente esta proposición, pero su pasión religiosa era tan grande que aquella pregunta no fue más que la chispa que detonó el polvorín de su fervor católico y por primera vez se vio no solo siendo un buen feligrés sino un líder espiritual, pasó de verse como una oveja a verse como un pastor. Estas imágenes retumbaron de emoción y alegría su tímido corazón. Lo que había pasado ese día era que Dios se había puesto en la boca del padre Zuluaga y había hablado a través de él para hacer el llamado a su servicio.

Sin embargo, ese sentimiento de alegría era ensombrecido por una cierta preocupación y duda. Gregorio Nacianceno era muy pobre, todos sus hermanos y hermanas ya estaban casados, de modo que sus dos padres, viejos ya, dependían en gran medida de la ayuda que él les pudiera proporcionar. No solo se iba lejos sin poderles procurar cuidado y sustento, sino que debía gestionar ciertos gastos que demandaban sus estudios eclesiásticos. Con todo, él supo interpretar el llamado y con 35 años, apenas sabiendo escribir y leer, y en medio de tanta escasez material, empacó maletas y se embarcó en aquella empresa.

 

Parte II: La Tarde

Contenido:

- El Seminario y el seminarista
- Inicia la vida sacerdotal
- La erección del templo espiritual
- El Presbítero Gregorio Nacianceno se convierte en el Padre Tamayito
- El pobre más pobre
- Su rutina
- Los volados
 

 

  1. El Seminario y el seminarista

En la época y el lugar donde le tocó nacer a Gregorio Nacianceno solo se podía estudiar hasta tercero de primaria, a partir de ese momento, quien quisiera continuar sus estudios, debía trasladarse hasta el centro de la ciudad donde estaban tanto los colegios públicos como privados y en ambos se debía pagar una pensión. En esas condiciones, para una persona pobre de la zona rural de Manizales, alcanzar algún grado alto de escolaridad era casi una hazaña.

Por otro lado, desde tiempos inmemoriales los sacerdotes han debido formarse de manera muy rigurosa para poder alcanzar su ordenación. Su estudio es intensivo, estricto y de mayor duración que cualquier carrera universitaria. Para 1940 la formación duraba unos siete años durante los cuales se debía estudiar filosofía, teología, lenguas, cristología, ética, liturgia, entre otras. Por ello, quien quisiera entrar al seminario, como mínimo, debía tener el título de bachiller, el cual usualmente era obtenido en los llamados Seminarios Menores. ¿Cómo logró llegar Gregorio Nacianceno al Seminario Mayor apenas estudios de tercero de primaria? Pero una pregunta más inquietante ¿Cómo iba a lograr enfrentarse a la rigurosa formación sacerdotal con una incipiente formación académica? Bastantes coincidencias aparecen en la vida de Gregorio Nacianceno como para no caer en la tentación de pensar que detrás de todo esto estaban los hilos divinos, el designio de una fuerza superior que ya le había predestinado la vida a este ser humano para que estuviera a su servicio. Por eso, lo que parecían obstáculos insuperables, para un cristiano con su perseverancia, no eran más que las pruebas que debía superar su fe y su constancia.

Gregorio Nacianceno podría no poseer muchos conocimientos sobre las ciencias sociales y naturales, pero conocía y entendía a plenitud las ciencias de la humanidad, la piedad y la misericordia. Él contaba con ciertas aptitudes que solo algunas personas poseían y que lo hacían sobresalir frente a sus compañeros: su predestinación sacerdotal. ¿Era debido negarle la oportunidad a este virtuoso ser humano de formarse como sacerdote por motivo de sus escasos estudios académicos? ¿Podía la iglesia darse el lujo de rechazar a un sabio de corazón por carecer de la sabiduría de las ciencias? A estas mismas dudas fueron sometidas las directivas del Seminario Mayor de Manizales. Mientras unos miraban con desdén que un campesino con ánimos de sacerdote ingresara al Seminario y argumentaban que las reglas eran las reglas, otros, en cambio, tal y como había hecho el padre Zuluaga, supieron interpretar  los planes que Dios se proponía con su fiel servidor.

En algo tuvo que influir la máxima autoridad eclesiástica de la época, Monseñor Luis Concha Córdoba, pues era imposible que una decisión como esta fuera tomada sin su consentimiento. Mientras la mayoría estuvo de acuerdo en darle la oportunidad, otros se quedaron con la esperanza de que la difícil formación lo desanimara al debido tiempo. Pero se equivocaron. Admirable debió ser ver a este recolector de café cambiar el azadón por pesados libros sobre complejas filosofías y doctrinas teológicas, y esforzarse cada día por comprender lo que sus compañeros entendían al instante, pues ellos sí tuvieron la oportunidad de terminar el ciclo escolar y el bachillerato.

Según contaba una persona entrevistaba, uno de los docentes lo mostraba como ejemplo a los demás seminaristas a quienes les decía: “Miren a Gregorio Nacianceno, miren su entrega al servicio sacerdotal a pesar de su edad y su pobreza”. Hay que decir que varios de sus compañeros de curso se convirtieron en un gran apoyo explicándole lo que fuera necesario y hasta ayudándole con aquellos trabajos que en definitiva no podía realizar por necesitar ciertos conocimientos avanzados.

Se dijo que la formación duraba unos siete años, pero Gregorio Nacianceno debió en varias ocasiones suspender sus estudios para ayudarles a sus padres en las labores agrícolas, así que su estadía en el Seminario Mayor se extendió por cerca diez años hasta que finalmente, el 19 de octubre de 1950, obtuvo su ordenación sacerdotal que recibió de las mismas manos de Monseñor Concha Córdoba[2].

 

En ésta foto se puede observar los compañeros de estudio con los cuales se ordenó el padre Gregorio. En la parte inferior, de izquierda a derecha: Héctor Jaime Agudelo Marulanda, Gabriel Escobar Gutiérrez, Alejando Restrepo Rodríguez, Gregorio N. Tamayo López y Fernando Valencia Carvajal.

 

  1. Inicia la vida sacerdotal

Había alcanzado su sueño y hecho realidad el de otros, pues sus padres y familiares se sentían hondamente orgullosos del dignísimo título obtenido. Se puede decir que Gregorio Nacianceno Tamayo nació dos veces, una en 1905 como ser humano, y otra 1950 como siervo de Dios.

Después de ordenarse sacerdote pasó a ser Vicario Cooperador de la Parroquia de Pensilvania (1950)[3], de allí pasó a Palestina (1952)[4], luego a San Antonio en Manizales (1953)[5] y después a Arma Viejo, el corregimiento de Aguadas. En 1955 es enviado como Vicario Cooperador de la parroquia Nuestra Señora del Rosario de Chipre en Manizales, con residencia en la Cuchilla del Salado.

Ese mismo año, el cuatro de enero, se erige la Vicaría Parroquial de San Juan Bosco en la Cuchilla del Salado[6]. Aunque no existía un nombramiento, al parecer, el padre Gregorio Nacianceno Tamayo oficiaba misas en la iglesia que tenía la vereda. Tiempo después, el cuatro de junio de 1958, por fin se erige la Parroquia San Juan Bosco en la Cuchilla del Salado y se nombra Vicario Ecónomo al Pbro. Gregorio N. Tamayo[7].

La gente de la Cuchilla del Salado no cabía de la dicha. Primero les fundaban parroquia en la vereda y segundo les mandan a su coterráneo para que la atendiera.

Antes de ser nombrada parroquia, la vereda era atendida por Monseñor Alfonso de los Ríos, quien se desplazaba desde Manizales cada quince días para celebrar la santa misa. La iglesia era de madera y guadua. Venía casi desde la actual carretera y era solo antecedida por unas cuantas escalas. Contaba con dos torres, una de ellas con campanas, y en la mitad de ambas se alzaba un reloj, donado por la Gobernación de Caldas.

En esta iglesia empezó el Pbro. Gregorio Nacianceno a oficiar sus misas. Como era conocido de las personas de la vereda, no le costó mucho trabajo entrar en confianza con ellas, así, las visitas tan solo se convertían en un reencuentro.

Elevado a sacerdote, su personalidad no cambió nada, antes lo hizo más humilde y piadoso. Lo que ahora sucedía era que tenía sobre sí la tarea de comandar espiritualmente a una comunidad y para ello contaba con su autoridad eclesiástica. De ésta no hizo más que ponerla al servicio de las personas y canalizar a través de su figura la ayuda que más pudiera a los pobres.

Sin embargo, no pudo dedicarle más tiempo a la parroquia, ya que el 30 de julio de 1958 fue enviado de nuevo a Pensilvania, esta vez, al corregimiento de Arboleda, siendo reemplazado por el Pbro. Elías López Giraldo[8], quien, a su vez, atendía ésta población desde 1953.

En Arboleda constituyó la Junta de Fábrica de la Parroquia con el fin de erigir un nuevo templo espiritual. Esa misma iglesia que con tanto esfuerzo construyó el padre Gregorio N. Tamayo y la comunidad fue la que el 29 y 30 de julio del 2000 la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) destruyó hasta sus cimientos, luego de tomarse el pueblo, asesinar a diecisiete personas y dejar un desaparecido[9]. De Arboleda lo enviaron a la parroquia de Samaria, en Neira, donde construyó en material el frontis de la Iglesia. En éste lugar estaría hasta 1966, año en el cual volvió a su querido terruño para dedicarse a él hasta sus últimos días.

 

  1. La erección del templo espiritual

De nuevo en su vereda y con la experiencia adquirida en Arboleda, concibió la idea demoler la vieja estructura que servía de templo espiritual y levantar una nueva de ladrillo y cemento, más grande todavía.

Comunicó su proyecto a la comunidad quien no dudó en acompañarlo en esta empresa. Se realizaron festivales, se vendieron empanadas, se colectaron donaciones, y cuanta cosa puedan imaginarse para percibir recursos con qué edificar el nuevo templo. En estas labores se destacó mucho el liderazgo de los señores Noé Arroyave y Juan Flores.

Cuando se hubo reunido suficientes fondos para empezar la obra, se inició la demolición de antigua estructura por los años de 1969. Después de la demolición del antiguo edificio, se empezó a erigir la nueva iglesia. Determinando los datos para su ubicación y extensión, una señora le dijo al sacerdote: “Padre, ¿no va a estar muy grande esa iglesia?, mire que de pronto no alcanza la plata” y el padre le respondió: “Tenga fe mi señora que vamos a hacer una iglesia donde nadie se quede por fuera”.

Detrás de la antigua iglesia había una huerta donde cultivaban diferentes productos agrícolas, la cual era de la Arquidiócesis; allí quedó ubicado el nuevo templo que para 1971 ya estaba prácticamente terminado y que, con algunos otros arreglos, podría decirse que quedó concluido en 1974.

Donde antes quedaba la iglesia, quedó el parque que actualmente hay en la vereda.

 

  1. El Presbítero Gregorio Nacianceno Tamayo se convierte en el Padre Tamayito

Con esta obra el padre dejó al descubierto su tesón y le demostró a las personas que la fe mueve montañas. A estas muestras de empeño y trabajo por la comunidad se sumaba la labor pastoral y caritativa de Gregorio Nacianceno Tamayo.

Trataba en lo posible de aliviar la miseria espiritual y física de quien lo necesitara. Con lo poco que recogía de los diezmos y de lo que le era enviado desde la Diócesis, trataba de ayudarles a los más desposeídos. No guardaba para sí nada, absolutamente nada, ni siquiera lo necesario para él mismo procurarse vestido y alimento. De alguna manera se aprovechaba de ese deber moral que exaltaba en las personas cuando lo veían con ropas desgastadas o con poco sobre la mesa, lo que atraía algunas donaciones que, de nuevo, eran redirigidas a quienes más las necesitaban.

Cierta vez, una de sus feligreses estaba pasando una dura crisis económica. Había acabado de tener a su cuarto hijo y la pobreza más absoluta les acosaba el alma y el estómago. El padre se enteró de su situación y el primer pago que le llegó de la Diócesis se lo llevó indemne a esta desgraciada señora. Ella le dijo: “Padre, ¡qué tal!, mire que usted también necesita sus cosas”, pero él la detuvo y le dijo: “No, usted las necesita más, cómprele ropita y comida a sus niños”.

Se contaba que cada mes, cuando recibía dinero de la Diócesis, preparaba pequeñas bolsitas de plástico y las marcaba con el nombre de alguna persona o familia necesitada de la vereda. Después empacaba en las bolsitas lo poco que tenía, según la necesidad de cada una, y luego peregrinaba por sus casas llevando alivio espiritual y económico.

Por estos actos de misericordia y piedad el padre dejó de ser conocido como Gregorio Nacianceno y fue rebautizado con el cariñoso diminutivo de “Tamayito”.

Nadie nunca pudo decir de él algo malo, pero eso no significa que no tuviera problemas con algunas personas de la comunidad. Era tal su obsesión por cumplir de manera recta los votos de santidad que nunca aprobó los bailes, ni siquiera cuando tenían un fin loable en favor de la comunidad, como los que organizaba la Junta de Acción Comunal de la época. Siempre llamaba la atención acerca de festivales que se organizaban para recaudar fondos.

 

  1. El pobre más pobre

Nunca se vio al padre Tamayito sin su sotana negra. La mayoría de las veces estaba desteñida y desgastada, pues la austeridad y la pobreza eran la primera regla que tenía para su vida. Solo sufriendo él mismo la pobreza podría saber y entender las miserias y penalidades de quienes vivían en ella. Esta era la esencia de la empatía que sentía el padre Tamayito por los más necesitados. Víctor Hugo, en su hermosa obra Los Miserables, recoge perfectamente esta forma de vida cuando escribe:

Un sacerdote opulento es un contrasentido: el sacerdote debe mantenerse cerca de los pobres. ¿Puede nadie estarse rozando todo el día y noche con todas las miserias, con todas las desgracias, con todos los infortunios, con todas las inteligencias, sin llevar sobre sí mismo un poco de esa santa miseria, como el polvo del trabajo? ¿Puede imaginarse un hombre que esté cerca de un brasero y que no sienta calor? ¿Hay un obrero que trabaje sin descanso en una fragua y que no tenga un cabello quemado, ni una uña ennegrecida, ni una gota de sudor, ni una mota de ceniza en el rostro? La primera prueba de caridad en el sacerdote (…) es la pobreza.[10]

Si en Digne tenían a Monseñor Bienvenido y en Vahos al padre Clemente Giraldo, aquí en la Cuchilla del Salado, tenían a su propio santo y pastor el padre Tamayito. Hombres, estos tres, que desempeñaron la labor del sacerdocio procurando imitar a Jesús en sus enseñanzas, en su personalidad, en sus costumbres, en sus palabras, en su vida misma.                  
 

  1. Su rutina

Un día normal en su vida comenzaba antes de que los gallos siquiera cantaran, a eso de las cinco de la mañana se levantaba, abría su biblia y empezaba a orar. Esta costumbre venía desde su infancia y juventud cuando, muy en la mañana, tomaba su rosario y desgranaba cada uno de los “Dios te salve” y de los “Santa María” hasta culminar con el “Amén”. Se llegó a mencionar que incluso, a esta hora de la mañana, practicaba la autoflagelación como una manera de expiar sus pecados.

Pasada su hora de adoración, se bañaba, se colocaba su sotana, que según se decía no se la quitaba sino para dormir, y pasaba luego a preparar todo para celebrar la santa misa de las siete de la mañana.

Cuando alguien se cruzaba en la calle con él se inclinaba un poco, le pedía su bendición y se santiguaba, sintiendo como si una protección divina de inmediato lo hubiese cobijado y guardado de cualquier mal. Pasaba que algunas veces un enfermo o un moribundo necesitaba comulgar, pero la debilidad de su cuerpo se lo impedía, entonces, el padre Tamayito sacaba la custodia con las hostias y peregrinaba hasta la casa del convaleciente. Un monaguillo hacía sonar una campanita que marcaba el camino y anunciaba que el padre y la custodia caminaban por la calle para visitar a un enfermo; la gente entonces salía de las casas, se arrodillaba y esperaba a que pasara la pequeña procesión para ponerse de nuevo en pie.

Era ya una costumbre que apenas se sentía sonar la campanita, toda la casa corría hacia la puerta a arrodillarse y esperar a que el padre pasara con la custodia. Cierto día, sin embargo, mientras todo el mundo estaba arrodillado oyendo doblar la campanita, descubrieron que no se trataba del monaguillo y el padre sino del carro del gas que bajaba por primera vez a la vereda. Atónito quedó el pobre conductor del carro que no entendía la rara escena que veía a través del parabrisas. A partir de ese momento la gente tomó la razonable precaución de cerciorarse que la campanita fuera efectivamente la del padre y no la del carro del gas.

Como sacerdote de la parroquia San Juan Bosco, era su obligación, y su gozo, atender otras comunidades dentro de la jurisdicción de la parroquia San Juan Bosco. Su humilde figura esparcía el evangelio por Lisboa, Manzanares, Mina Rica, El Guineo, Berlín, la Quiebra de Vélez y San Isidro. Desde la comunidad que iba a visitar enviaban un Jeep a eso de las dos de la tarde, que luego lo llevaba a él y a sus acólitos hasta el lugar que se pudiera. A pesar de ser poblaciones pobres, lo primero que tenían preparada a su llegada eran los más ricos manjares que sus parcelas producían: sancocho de gallina, patacones, arepita con ahogado, carne de cerdo, ensalada de repollo y zanahoria, suda´o de pollo, frijoles con sidra, coles y chicharrón; y todos los platos típicos campesinos que hacen que el paladar se antoje de solo nombrarlos. Decía una persona que alguna vez sirvió como monaguillo que el padre era de muy buen comer, que no dejaba nada sobre la mesa y, además, que una de las grandes motivaciones para ser acolito era precisamente estas salidas a otras veredas, donde los monaguillos comían por igual con el padre.

No le importaba adónde se tuviera que meter: cruzar cafetales, subir cuestas al lomo de una mula, recorrer largos caminos por carretera “destapada”; nada era impedimento. Si había alguna persona enferma o moribunda, se quitaba el cuello clerical para refrescarse un poco y empezaba la marcha, todo con el fin de llevarle palabras de tranquilidad en días de desgracia.

Su humildad y su ejemplo de vida no solo eran conocidos en la vereda sino también entre todo el sacerdocio de Manizales. Algunos padres como Camilo Arbeláez y Esteban Arango, este último historiador de la ciudad y descendiente de los primeros colonos, bajaban hasta la Cuchilla del Salado para confesarle sus pecados a Dios a través de los oídos y el alma bondadosa del padre Tamayito.

 

  1. Los volados

El Fray Lorenzo, conocedor de las frenéticas pasiones humanas, pero al mismo tiempo consciente de que en vez de reprimirlas era necesario darles un canal adecuado para liberarlas, a pesar de la pública enemistad entre Capuleto y Montesco, casó a escondidas a Romeo y Julieta, a quienes dijo “…no os permitiré estar solos hasta que la Santa Iglesia os haya incorporado a los dos en uno.”[11]

Como el fraile de Shakespeare, el Padre Tamayito no toleraba que un hombre y una mujer yacieran juntos sin que antes se unieran bajo el sagrado sacramento del matrimonio, aun cuando se tratara de una ceremonia rápida, sin preparación y solemnidad alguna. Muchos jóvenes impacientados por las fiebres delirantes del amor corrían adonde el Padre Tamayito y le pedían que los casara. Estos muchachos eran conocidos como los “volados”, es decir, los que no le solicitaban permiso a sus progenitores para casarse y lo hacían a escondidas. A cualquier hora y con cualquiera que estuviera cerca como testigo se celebraba la unión marital. Y a falta de papel, una servilleta bien podía convertirse en un certificado de matrimonio.

 

Parte III: El Ocaso

Contenido:

- La enfermedad
- El inicio del final
- El ocaso 
- Polvo somos y al polvo volveremos
 
  1. La enfermedad

El padre Tamayito cumplió ochenta años de edad el cinco de marzo de 1985. Aunque su alma gozaba de excelente salud espiritual, su cuerpo se hacía viejo y propenso a las enfermedades. Por los años de 1986 empezó a sufrir algunos quebrantos de salud a pesar de lo cual se empeñaba en continuar su labor apostólica como si nada lo estuviese aquejando.

 

La memoria también empezó traicionarlo llevándolo a que, por ejemplo, repitiera en varias ocasiones el mismo sermón que el día anterior había entregado a sus feligreses. Sus pasos se volvieron pausados y la fuerza de su cuerpo ya no le bastaba para atender a todas sus obligaciones apostólicas.

Ante esto, la Arquidiócesis, en cabeza de  Monseñor José de Jesús Pimiento, envió al padre Néstor Cañas Restrepo, que servía como capellán en el Hospital Geriátrico, para que ayudara al padre Tamayito a llevar la carga de la parroquia.

En principio, el padre se sintió usurpado en sus labores y rechazó la ayuda del padre Cañas, quien no obstante siguió vigilante de su misión mientras cumplía labores en la Granja San José.

Sin embargo, cierto día del año 1986 el padre empeoró y tuvo que ser llevado a la Clínica de La Presentación de urgencia. Allí permaneció varios días durante los cuales debía no solo soportar los arremetidas del dolor sino además la lejanía de su parroquia y sus feligreses, lo que era mucho peor que la enfermedad misma porque era una enfermedad del alma. Con todo, rogaba a Dios para que se recuperara pronto y así volver a lo que más felicidad le proporcionaba: pastorear a sus ovejas.

 

  1. El inicio del final

Una tarde llegó al hospital el Vicario General de la Arquidiócesis preguntando por el padre Tamayito. El Vicario entró en la habitación y el padre lo recibió postrado en su cama. Luego, aquél sacó una carta de su maleta y le dijo: “padre Gregorio, esta es su carta de renuncia a la parroquia, usted ya no puede seguir atendiéndola y necesitamos que renuncie”. La conmoción del padre Tamayito no pudo ser mayor. Cuando logró salir de su estupor y comprender lo que se le estaba pidiendo se negó rotundamente, dijo que él se iba a recuperar, que él era capaz de seguir dirigiendo la parroquia y que él no podía renunciar a ella.

El Vicario le insistió y le presionó para que lo hiciera, puesto que el padre Cañas no podía hacerse al frente de la parroquia mientras el padre Tamayito no renunciara. Devastado por la enfermedad en medio de ese lúgubre cuarto, de repente la tenue luz de la esperanza se desvaneció y dejó al descubierto una realidad que hacía rato lo cercaba pero que se negaba a aceptar: tenía que apartarse, entonces, su mano tomó el bolígrafo y firmó. Ya estaba hecho y él lo sabía. Si algo le daba fuerzas a diario para seguir luchando, si de algo se aferraba mientras estaba postrado en esa cama, era a la idea de estar de nuevo al frente de sus feligreses, predicando la palabra de Dios, celebrando en alabanza la santa misa, guiando a sus ovejas, escuchando sus penurias y secretos, dando bendiciones y palabras de tranquilidad. ¿Qué es de un actor sin su escenario? ¿Qué es de un piloto sin su aeronave? ¿Qué es de un campesino sin su parcela? ¿Qué puede ser de un párroco sin su parroquia? Esta última pregunta determinaría los últimos días de vida del padre Tamayito. Ese día sucumbieron sus esperanzas y se dejó caer, ahora sí, a lo que la enfermedad hiciera de él.

 

  1. El ocaso

Después de renunciar, el padre Tamayito, aunque delicado aún, fue dado de alta y posteriormente fue pensionado por la arquidiócesis, pudiendo el padre Néstor Cañas ocupar el papel de párroco en la vereda. Un sobrino del padre, Ángel Marcos Giraldo, asumió la manutención y lo hospedó en su casa.

Todo lo relacionado con vestido, vivienda y alimento, era proporcionado por su sobrino, puesto que el padre, si bien recibía una renta a título de pensión, ésta seguía teniendo por destinatarias a aquellas personas más pobres de la comunidad. A estas labores siguió dedicando el padre: ayudar con lo poco que pudiera a sus coterráneos. Solo esto podía aliviar en cierta manera su enorme tristeza después de haber tenido que dejar la parroquia. Visitaba enfermos y necesitados, confesaba a quien se lo pidiera y, en general, mientras su cuerpo se lo permitió, seguía pendiente de sus ovejas.

Cualquier día se encontraba en su casa cuando sufrió un fuerte dolor de estómago. Inmediatamente fue llevado a la clínica de La Presentación donde permaneció hospitalizado por varios meses. De nuevo volvían aquellos días de penumbra y soledad, encerrado en un cuarto, postrado en una cama viendo pasar lentamente cada minuto y hora en el reloj. Esta vez no había por qué luchar, saldría ¿y qué?, ¿volver de nuevo a una vida enajenada, lejos de su atrio, de sus misas, de sus veredas?, ¿lejos de todo lo que lo hacía ser quien era? En una mezcla de una realidad distorsionada por la enfermedad, de una memoria intermitente y de una escaza lucidez, decidió que ya no lucharía más y, entonces, dejaría en manos de Dios su incierto futuro. Se entregaría a la corriente del caudaloso río de dichas y desesperanzas; de recuerdos y olvidos; de personas y fantasmas; de luz y oscuridad; y de vida y de muerte en la que lo tenía sumido su estado senil.

 

  1. Polvo somos y al polvo volveremos

En 1989 salió del hospital a pesar de que su estado de salud seguía siendo inestable. Lo que la medicina podía hacer por él estaba hecho, el resto sería decisión de los cielos.

Sin embargo, no sería conducido a su terruño amado sino que fue conducido al hospital Geriátrico de San Isidro por orden de la Arquidiócesis, quien, en vez de suministrarle su pensión en dinero, pagaría al hospital para que se encargaran de él. La enfermedad había hecho mella en su lucidez, pero eso no le impidió ser consciente del lugar adonde lo llevaban, y con sus últimos esfuerzos rogó a quien pudiera escucharlo que no lo condujeran allí. Él quería estar en su casa, en su Cuchilla del Salado, entre su feligresía. Pero no fue escuchado, ¿Quién iba a hacerse cargo de un viejo que ni podía valerse por sí mismo? ¿Quién se encargaría de cuidar a un viejo que requería la misma atención de un niño recién nacido? Aquél que fue, no para él, sino para los otros; aquél que sacrificó su propio bienestar por aliviar la miseria ajena; aquél que sufría como suyas las desgracias de los demás; aquél fue dejado a su suerte y a la soledad de un frio hospital, en el que, y todos lo sabían, viviría sus últimos días.

Cierto día pidió que lo confesaran. Un séquito de sacerdotes bajó a confesarlo y a acompañarlo por un rato. Después de la visita, aquellos padres comentaban consternados el descuido y la pobreza en que se encontraba el padre Tamayito. Sus ropas y sus sábanos estaban hechas harapos. Los padres hicieron una colecta con los demás sacerdotes para comprarle ropa, implementos de aseo y otros elementos para organizar un poco su habitación.

Finalmente, este maravilloso ser humano, este patrono de los pobres, este santo sacerdote, expiró su último aliento el nueve de octubre de 1991.

 

Parte III: El Renacer de un Santo

Contenido:

- Legado
- Milagros: (i) la familia y (ii) la salud

 

  1. Legado

Era un santo”: es lo que responde cualquier habitante de la vereda que lo haya conocido cuando se pregunta quién fue el padre Tamayito. En el imaginario de las personas quedó la figura de un hombre pequeño, menudo y de anteojos, con una sotana negra y desgastada en sus pliegues, rodeado de un aura de bondad y de piedad que hacía creer de verdad que los santos no estaban en el cielo sino acá en la tierra, haciendo sus milagros cotidianos, esos milagros del día a día como aliviar el hambre de un pobre, llevar paz en medio del dolor o acercar la palabra de Dios a quien no pudiera ir hasta ella.

Aun desde los cielos, se dice que el padre Tamayito sigue cuidando de sus ovejas y su parroquia, porque si algo hay que dar por seguro es que la parroquia de San Juan Bosco de la Cuchilla del Salado tiene un párroco vitalicio: el padre Tamayito. Hay quienes afirman que la eterna tranquilidad que se vive en este terruño no es otra cosa que la presencia guardadora del padrecito, quien nunca ha dejado de acompañarlos desde arriba.

 

  1. Los milagros

La familia

Eran los años ochenta cuando algunas personas de la vereda, buscando mejores oportunidades para su vida, decidieron echar suerte en Bogotá logrando encontrar grandes posibilidades de trabajo en la fabricación y comercialización de ropa. Tras estos emigrantes pioneros se fueron varias familias con la esperanza de lograr algo de fortuna y una garantía de mejor vida para sus hijos.

Ese fue el caso de un matrimonio de cuchillenses, quienes luego de arduo trabajo habían logrado echar raíces en la capital del país, hacerse a sus propios medios de producción y a una modesta casa donde florecía tranquilamente el fruto de su amor, dos niños pequeños.

Cierto día, muy tarde ya, la tranquilidad de aquella familia fue quebrantada por la irrupción abrupta de una banda de apartamenteros, quienes luego de doblegar a los ocupantes de la casa se dedicaron a empacar cuanto les cupiera en sus mezquinas manos.

El padre y sus hijos yacían amordazados en el baño de la casa, adonde cada tanto llegaba uno de los delincuentes, enfilaba el frio y oscuro cañón de un revolver hacia la cabeza de uno de los pequeños y les advertía que al menor grito de ayuda los mataría.

La noche tranquila y silenciosa que disfrutaban los vecinos, apenas separados del horror por unas paredes, contrastaba con el infierno que estaba sufriendo esta inocente familia. El fruto de sus esfuerzos y años de trabajo, el sagrado lugar donde vivían y convivían era profanado por las avaras manos de la delincuencia.

Mientras el padre de la familia veía con indignación cómo los delincuentes se daban un festín con su casa, su preocupación se ubicaba en su mayor tesoro, sus hijos; los pequeños, inocentes y asustados, apenas sí entendían por qué unas personas los encerraban en el baño de su propia casa y amenazaba con matarlos. Atado, amordazado e incapaz de hacer cualquier cosa para proteger a sus dos pequeños hijos el progenitor se encomendó al padre Tamayito para que les protegiera. Con la convicción de no estar alzando sus ruegos en vano, pidiendo la intersección del querido padrecito de la Cuchilla del Salado, oró para que el cielo derramara protección sobre su familia y bienes.

Después de un rato dejó de sentirse la presencia de los bandidos. Una vez comprobado que era así, se desató a él y a sus hijos y salió a ver la dantesca escena que le había dejado aquella aciaga noche. Todo cuanto tenía algo de valor había desaparecido: dinero, joyas y electrodomésticos, todo había sido quirúrgicamente barrido de su hogar. Fue ahí cuando corrió adonde su vecino para tomar su teléfono y dar aviso a la policía.

Comprobó con felicidad que sus hijos se hallaban bien, pero asimismo que el fruto de varios años de trabajo se lo habían llevado en poco más de dos horas un grupo de ladrones. Todo lo que pudo recordar se lo dijo al Comandante de la policía del sector, más como un recuento resignado de lo que perdió esa noche que como una medida para hallarlos de nuevo.

Una hora después de la entrevista con la Policía, apareció el comandante para pedirle que bajaran hasta la calle, luego de lo cual le preguntó: “Señor: ¿son estas sus pertenencias? ¿Las reconoce?”. No lo podía creer, eran sus cosas, casi todas estaban allí en perfecto estado, ¿Cómo pudo ser eso posible? ¿Cómo había recuperado sus enseres en menos tiempo del que tomó llevárselos? La historia era de no creer, le dijo el comandante. Le contó que cuando se dio el aviso del robo, inmediatamente alertaron a las unidades cercanas al sector y formaron un cerco, sin embargo, nadie había detenido a los delincuentes. ¿Qué sucedió entonces?: el camión se les varó a pocas cuadras del lugar del robo. Así es, no habían avanzado ni tres cuadras cuando el camión de repente sufrió un daño y no avanzó más. ¿Una simple casualidad? ¿Suerte? No, la familia lo tenía bien claro, sus oraciones habían sido escuchadas, el padre Tamayito había logrado que el Cielo accediera sus ruegos.

 

La salud

De un día para otro, una de las más abnegadas y desinteresadas trabajadoras comunitarias de la vereda, quien siempre hizo parte de la Junta Parroquial y de la Junta de Acción Comunal, resultó con una gran inflamación en su rodilla izquierda. Ella la describió como “un atado de panela dentro de la rodilla”. Como ya no podía caminar y el dolor era insoportable, se dirigió para la clínica más cercana. Allí los médicos le hicieron ciertos exámenes que no arrojaron nada concreto. No se sabía si se trataba o no de un tumor, solo se sabía que se trataba de una gran masa que, por el momento, podía poner en peligro la movilidad de su pierna.

Los médicos dieron, entonces, órdenes para practicar una cirugía, extraer la masa y analizarla. Aun cuando no era claro el diagnóstico, extrañamente el médico de cabecera le preguntó a la enferma que si creía en alguien, entonces ella le dijo que sí: “pues péguese a rezarle para que le vaya bien”, le dijo. Ella de inmediato pensó en el padre Tamayito y se encomendó a su protección.

Ese mismo día la enviaron para donde el anestesiólogo que se encargaría de su sedación durante la cirugía. Ella entró a su consultorio y él empezó a revisar la historia clínica que le habían remitido, entonces, miró a su paciente, puso cara de confundido y volvió a revisar la historia clínica. Le pidió a la enferma que le enseñara el pie, y volvió a dirigirse a su escritorio a buscar otros papeles. No entendía nada, el diagnóstico que tenía en la historia clínica no coincidía con el de la persona que tenía al frente. Le preguntó de nuevo su nombre y ella se lo dijo. El médico no podía entender cómo una persona que hasta hacía unas horas tenía una masa que no le permitía moverse, ahora no tenía nada.

Usted no tiene nada mi señora, voy a consultar con mis colegas qué ha pasado". Los médicos no se habían equivocado, simplemente la masa desapareció y, hasta el día de hoy, nunca ha vuelto a sufrir de algo similar. Sus oraciones fueron escuchadas y milagrosamente se curó.

Firma del Pbro. Gregorio Nacienceno Tamayo:



[1] Arquidiócesis de Manizales. Iglesia Catedral de Manizales. Libro XXIII de bautismos, número 295.

[2] Arquidiócesis de Manizales. Boletín Diocesano. 1950. Tomo XIII. Pág. 424.

[3] Arquidiócesis de Manizales. Decreto 869 del 13 de diciembre de 1950. Boletín Diocesano. 1950. Tomo XIII. Pág. 30.

[4] Arquidiócesis de Manizales. Decreto 1272 del 30 de diciembre de 1952. Boletín Diocesano. 1953. Tomo XVI.

[5] Arquidiócesis de Manizales. Decreto 1322 del 2 de julio de 1953. Boletín Diocesano. 1953. Tomo XVI. Pág. 188.

[6] Arquidiócesis de Manizales. Decreto 1463 del 4 de enero de 1955. Boletín Diocesano. 1955. Tomo XVIII. Pág. 60.

[7] Arquidiócesis de Manizales. Decreto 1787 del 4 de junio de 1958. Boletín Diocesano. 1955. Tomo XXI. Pág. 194. En el mismo sentido ver Duque, Juan. (1968). Municipios de Colombia. Granada – Antioquia- 1807 – 1968. Medellín: Imprenta de Carpel. Pág. 76.

[8] Arquidiócesis de Manizales. Decreto 1806 de 30 de julio de 1958. Boletín Diocesano. 1958. Tomo XXI. Pág. 228.

[9] Caracol Radio (30/07/2000). Violenta toma guerrillera a Arboleda, Caldas. Disponible en: https://caracol.com.co/radio/2000/07/30/nacional/0964936800_094238.html (consultado el 14/12/2016). En el mismo sentido: La Patria (29/07/2016). Arboleda (Caldas) y sus valientes. Disponible en: https://www.lapatria.com/caldas/arboleda-caldas-y-sus-valientes-302871 (consultado el 14/12/2016).

[10] Hugo, Víctor. (1935)  Los miserables. Tomo I. Barcelona: Editorial Ramón Sopensa. Pág. 32.

[11] Shakespeare, William. (1997). La tragedia de Romeo y Julieta. Madrid: Club Internacional del Libro. Pág. 45.