Biografía del Padre Tamayito - Parte II: La Tarde

04.06.2016 20:25

Biografía del padre Tamayito - Parte II

Para leer la Primera Parte de esta biografía diríjase a: cuchilladelsalado.webnode.com.co/news/biografia-del-padre-tamayito-parte-i

 

Contenido:

Parte II- La tarde de la vida sacerdotal del padre Tamayito.

- El Seminario y el seminarista
- Inicia la vida sacerdotal
- La erección del templo espiritual
- El Presbítero Gregorio Nacianceno se convierte en el Padre Tamayito
- El pobre más pobre
- Los volados

 

El Seminario y el seminarista

En la época y el lugar donde le tocó nacer a Gregorio Nacianceno solo se podía estudiar hasta tercero de primaria, a partir de ese momento, quien quisiera continuar sus estudios, debía trasladarse hasta el centro de la ciudad donde estaban tanto los colegios públicos como privados y en ambos se debía pagar una pensión. En esas condiciones, para una persona pobre de la zona rural de Manizales, alcanzar algún grado alto de escolaridad era casi una hazaña.

Por otro lado, desde tiempos inmemoriales los sacerdotes han debido formarse de manera muy rigurosa para poder alcanzar su ordenación. Su estudio es intensivo, estricto y de mayor duración que cualquier carrera universitaria. Para 1937 la formación duraba unos siete años durante los cuales se debía estudiar filosofía, teología, lenguas, cristología, ética, liturgia, entre otras. Por ello, quien quisiera entrar al seminario, como mínimo, debía tener el título de bachiller, el cual usualmente era obtenido en los llamados Seminarios Menores. ¿Cómo logró llegar Gregorio Nacianceno al Seminario Mayor apenas habiendo estudiado tercero de primaria? Pero una pregunta más inquietante ¿Cómo iba a lograr enfrentarse a la rigurosa formación sacerdotal con una incipiente formación académica? Bastantes coincidencias aparecen en la vida de Gregorio Nacianceno como para no caer en la tentación de pensar que detrás de todo esto estaban los hilos divinos, el designio de una fuerza superior que ya le había predestinado la vida a este ser humano para que estuviera a su servicio. Por eso, lo que para nosotros parecían obstáculos insuperables, para un cristiano con su perseverancia no eran más que las pruebas que debía superar su fe y su constancia.

Gregorio Nacianceno podría no poseer muchos conocimientos sobre las ciencias sociales y naturales, pero conocía y entendía a plenitud las ciencias de la humanidad, la piedad y la misericordia. Él contaba con ciertas aptitudes que solo algunas personas poseían y que lo hacían sobresalir frente a sus compañeros: su predestinación sacerdotal. ¿Era debido negarle la oportunidad a este virtuoso ser humano de formarse como sacerdote por motivo de sus escasos estudios académicos? ¿Podía la iglesia darse el lujo de rechazar a un sabio de corazón por carecer de la sabiduría de las ciencias? Y la respuesta a estos interrogantes la conocía muy bien Monseñor Luis Concha Córdoba, obispo de Manizales entre 1935 y 1959, quien, como el padre Naranjo, supo interpretar los planes que Dios se proponía con su fiel servidor.

Monseñor Concha Córdoba era una gran autoridad al interior de la iglesia católica y además contaba con una envidiable formación humanística. Este hombre, con toda la autoridad intelectual y eclesiástica tenía el poder para rechazar a un humilde campesino con ánimos de sacerdote y cerrarle las puertas del Seminario, pero no, él supo leer los designios divinos y en cambio lo alzó y lo mostró como ejemplo a los demás seminaristas quienes, en algunos casos, lo miraban con desdeño debido a su procedencia y a su carencia de estudios, pero Monseñor les decía: “Miren a Gregorio Nacianceno, miren su entrega al servicio sacerdotal a pesar de su edad y su pobreza”.

Monseñor Concha Córdoba sentía gran orgullo por Gregorio Nacianceno y lo animaba para que continuara sus estudios. Varios de sus compañeros de curso se convirtieron en un gran apoyo explicándole lo que fuera necesario y hasta ayudándole con aquellos trabajos que en definitiva no podía realizar por necesitar ciertos conocimientos avanzados.

Dijimos que la formación duraba unos siete años, pero Gregorio Nacianceno debió en varias ocasiones suspender sus estudios para ayudarles a sus padres en las labores agrícolas, así que su estadía en el Seminario Mayor se extendió por cerca diez años hasta que finalmente, en 1947, obtuvo su ordenación sacerdotal que recibió de las mismas manos de Monseñor Concha Córdoba.

 

Inicia la vida sacerdotal

Había alcanzado su sueño y hecho realidad el de otros, pues sus padres y familiares se sentían hondamente orgullosos del dignísimo título obtenido. Se puede decir que Gregorio Nacianceno Tamayo nació dos veces, una en 1905 como ser humano, y otra 1947 como siervo de Dios.

Después de ordenarse sacerdote pasó a ser Cooperador de la Parroquia de Pensilvania; de allí pasó a Arauca, luego a San Antonio en Manizales; después a Arma Viejo, el corregimiento de Aguadas y, finalmente, en 1955,  se funda la Parroquia de San Juan Bosco en la Cuchilla del Salado y se la pone al frente del Pbro. Gregorio Nacianceno Tamayo[1].

La gente de la Cuchilla del Salado no cabía de la dicha. Primero les fundaban parroquia en la vereda y segundo les mandan a su coterráneo para que la atendiera.

Antes de ser nombrada parroquia, la vereda era atendida por Monseñor Alfonso de los Ríos, quien se desplazaba desde Manizales, cada quince días, para celebrar la santa misa. La iglesia era de madera y guadua. Venía casi desde la actual carretera y era solo antecedida por unas cuantas escalas. Contaba con dos torres y sobre una de ellas se alzaba un reloj, donado por la Gobernación de Caldas, y además contaba con sus propias campanas.

En esta iglesia empezó el Pbro. Gregorio Nacianceno a oficiar sus misas. Como era conocido de las personas de la vereda, no le costó mucho trabajo entrar en confianza con ellas, así, las visitas tan solo se convertían en un reencuentro.

Elevado a sacerdote, su personalidad no cambió nada, antes lo hizo más humilde y piadoso. Lo que ahora sucedía era que tenía sobre sí la tarea de comandar espiritualmente a una comunidad y para ello contaba con su autoridad eclesiástica. De ésta no hizo más que ponerla al servicio de las personas y canalizar a través de su figura la ayuda que más pudiera a los pobres.

Sin embargo, no pudo dedicarle mucho tiempo a la parroquia, ya que en 1958 fue enviado a la parroquia de Samaria siendo reemplazado por el Pbro. Elías López Giraldo. Su labor sacerdotal en Samaria fue muy destacada, pues, junto a la comunidad, se dio a la tarea de construir el templo espiritual que hoy todavía gobierna la plaza del pequeño corregimiento caldense. Estaría en esta parroquia hasta 1966, año en el cual volvería a su querido terruño para dedicarse a él hasta sus últimos días.

 

La erección del templo espiritual

De nuevo en su vereda y con la experiencia adquirida en Samaria, concibió la idea demoler la vieja estructura que servía de templo espiritual y levantar una nueva de ladrillo y cemento, más grande todavía.

Comunicó su proyecto a la comunidad quien no dudó en acompañarlo en esta empresa. Se realizaron festivales, se vendieron empanadas, se colectaron donaciones, y cuanta cosa puedan imaginarse para percibir recursos con qué edificar el nuevo templo. En estas labores se destacó mucho el liderazgo de los señores Noé Arroyave y Juan Flores.

Cuando se hubo reunido suficientes fondos para empezar la obra, se inició la demolición de antigua estructura por los años de 1969. Después de la demolición del antiguo edificio, se empezó a erigir la nueva iglesia. Determinando los datos para su ubicación y extensión, una señora le dijo al sacerdote: “Padre, ¿no va a estar muy grande esa iglesia?, mire que de pronto no alcanza la plata” y el padre le respondió: “Tenga fe mi señora que vamos a hacer una iglesia donde nadie se quede por fuera”.

Detrás de la antigua iglesia había una huerta donde cultivaban diferentes productos agrícolas, la cual era de la Arquidiócesis; allí quedó ubicado el nuevo templo que para 1971 ya estaba prácticamente terminado y que, con algunos otros arreglos, podría decirse que quedó concluido en 1973.

Donde antes quedaba la iglesia, quedó el parque que actualmente nos acompaña.

 

El Presbítero Gregorio Nacianceno se convierte en el Padre Tamayito

Con esta obra el padre dejó al descubierto su tesón y le demostró a las personas que la fe mueve montañas. A estas muestras de empeño y trabajo por la comunidad se sumaba la labor pastoral y caritativa de Gregorio Nacianceno Tamayo.

Trataba en lo posible de aliviar la miseria espiritual y física de quien lo necesitara. Con lo poco que recogía de los diezmos y de lo que le era enviado desde la Diócesis, trataba de ayudarles a los más desposeídos. No guardaba para sí nada, absolutamente nada, ni siquiera lo necesario para él mismo procurarse vestido y alimento. De alguna manera se aprovechaba de ese deber moral que exaltaba en las personas cuando lo veían con ropas desgastadas o con poco sobre la mesa, lo que atraía algunas donaciones que, de nuevo, eran redirigidas a quienes más las necesitaban.

Cierta vez, una de sus feligreses estaba pasando una dura crisis económica. Había acabado de tener a su cuarto hijo y la pobreza más absoluta les acosaba el alma y el estómago. El padre se enteró de su situación y el primer pago que le llegó de la Diócesis se lo llevó indemne a esta desgraciada señora. Ella le dijo: “Padre, ¡qué tal!, mire que usted también necesita sus cosas”, pero él la detuvo y le dijo: “No, usted las necesita más, cómprele ropita y comida a sus niños”.

Se contaba que cada mes, cuando recibía dinero de la Diócesis, preparaba pequeñas bolsitas de plástico y las marcaba con el nombre de alguna persona o familia necesitada de la vereda. Después empacaba en las bolsitas lo poco que tenía, según la necesidad de cada una, y luego peregrinaba por sus casas llevando alivio espiritual y económico.

Por estos actos de misericordia y piedad el padre dejó de ser conocido como Gregorio Nacianceno y fue rebautizado con el cariñoso diminutivo de “Tamayito”.

Nadie nunca pudo decir de él algo malo, pero eso no significa que nunca tuviera problemas con algunas personas de la comunidad. Era tal su obsesión por cumplir de manera recta los votos de santidad que nunca aprobó los bailes, ni siquiera cuando tenían un fin loable en favor de la comunidad, como los que organizaba la Junta de Acción Comunal de la época. Siempre llamaba la atención acerca de festivales que se organizaban para recaudar fondos.

 

El pobre más pobre

Nunca se vio al padre Tamayito sin su sotana negra. La mayoría de las veces estaba desteñida y desgastada, pues la austeridad y la pobreza eran la primera regla que tenía para su vida. Solo sufriendo él mismo la pobreza podría saber y entender las miserias y penalidades de quienes vivían en ella. Esta era la esencia de la empatía que sentía el padre Tamayito por los más necesitados. Víctor Hugo, en su hermosa obra Los Miserables, recoge perfectamente esta forma de vida cuando escribe:

Un sacerdote opulento es un contrasentido: el sacerdote debe mantenerse cerca de los pobres. ¿Puede nadie estarse rozando todo el día y noche con todas las miserias, con todas las desgracias, con todos los infortunios, con todas las inteligencias, sin llevar sobre sí mismo un poco de esa santa miseria, como el polvo del trabajo? ¿Puede imaginarse un hombre que esté cerca de un brasero y que no sienta calor? ¿Hay un obrero que trabaje sin descanso en una fragua y que no tenga un cabello quemado, ni una uña ennegrecida, ni una gota de sudor, ni una mota de ceniza en el rostro? La primera prueba de caridad en el sacerdote (…) es la pobreza.[2]

Si en D. tenían a Monseñor Bienvenido (El querido personaje de Los Miserables) y en Vahos al padre Clemente Giraldo, nosotros, aquí en la Cuchilla del Salado, teníamos nuestro propio santo y pastor el padre Tamayito. Hombres, estos tres, que desempeñaron la labor del sacerdocio procurando imitar a Jesús en sus enseñanzas, en su personalidad, en sus costumbres, en sus palabras, en su vida misma.                          
 

Su rutina

Un día normal en su vida comenzaba antes de que los gallos siquiera cantaran, a eso de las cinco de la mañana se levantaba, abría su biblia y empezaba a orar. Esta costumbre venía desde su infancia y juventud cuando, muy en la mañana, tomaba su rosario y desgranaba cada uno de los “Dios te salve” y de los “Santa María” hasta culminar con el “Amén”. Se llegó a mencionar que incluso, a esta hora de la mañana, practicaba la autoflagelación como una manera de expiar sus pecados.

Pasada su hora de adoración, se bañaba, se colocaba su sotana, que según se decía no se la quitaba sino para dormir, y pasaba luego a preparar todo para celebrar la santa misa de las siete de la mañana.

Cuando alguien se cruzaba en la calle con él se inclinaba un poco, le pedía su bendición y se santiguaba, sintiendo como si una protección divina de inmediato lo hubiera cobijado y guardado de cualquier mal. Pasaba que algunas veces un enfermo o un moribundo necesitaba comulgar, pero la debilidad de su cuerpo se lo impedía, entonces, el padre Tamayito sacaba la custodia con las hostias y peregrinaba hasta la casa del convaleciente. Un monaguillo hacía sonar una campanita que marcaba el camino y anunciaba que el padre y la custodia caminaban por la calle para visitar a un enfermo; la gente entonces salía de las casas, se arrodillaba y esperaba a que pasara la pequeña procesión para ponerse de nuevo en pie.

Era ya una costumbre que apenas se sentía sonar la campanita, toda la casa corría hacia la puerta a arrodillarse a esperar a que el padre pasara con la custodia. Cierto día, sin embargo, mientras todo el mundo estaba arrodillado oyendo doblar la campanita, descubrieron que no se trataba del monaguillo y el padre sino del carro del gas que bajaba por primera vez a la vereda mientras el conductor del carro miraba atónito a través del parabrisas aquella extraña escena. A partir de ese momento la gente tomó la razonable precaución de cerciorarse que la campanita fuera efectivamente la del padre y no la del carro del gas.

Como sacerdote de la parroquia San Juan Bosco, era su obligación, y su gozo, atender otras comunidades dentro de la jurisdicción de la Cuchilla del Salado. Su humilde figura esparcía el evangelio por Lisboa, Manzanares, Mina Rica, El Guineo, Berlín, la Quiebra de Vélez y San Isidro. Desde la comunidad que iba a visitar enviaban un Jeep a eso de las dos de la tarde, que luego lo llevaba a él y a sus acólitos hasta el lugar que se pudiera. A pesar de ser poblaciones pobres, lo primero que tenían preparada a su llegada eran los más ricos manjares que sus parcelas producían: sancocho de gallina, patacones, arepita con ahogado, carne de cerdo, ensalada de repollo y zanahoria, suda´o de pollo, frijoles con sidra, coles y chicharrón; y todos los platos típicos campesinos que hacen que el paladar se antoje de solo nombrarlos. Decía una persona que alguna vez sirvió como monaguillo, que el padre era de muy buen comer, que no dejaba nada sobre la mesa; y, además, que una de las grandes motivaciones para ser acolito eran precisamente estas salidas a otras veredas, donde los monaguillos comían por igual con el padre.

No le importaba a dónde se tuviera que meter: cruzar cafetales, subir cuestas al lomo de una mula, recorrer largos caminos por carretera “destapada”; nada era impedimento. Si había alguna persona enferma o moribunda, se quitaba el cuello clerical para refrescarse un poco y empezaba la marcha, todo con el fin de llevarle palabras de tranquilidad en días de desgracia.

 

Los volados

El Fray Lorenzo, conocedor de las frenéticas pasiones humanas, pero al mismo tiempo consciente de que antes que reprimirlas era necesario darles un canal adecuado para liberarlas, casó a escondidas a Romeo y Julieta, a quienes dijo “…no os permitiré estar solos hasta que la Santa Iglesia os haya incorporado a los dos en uno.”[3]

Como el fraile de Shakespeare, el Padre Tamayito no toleraba que un hombre y una mujer yacieran juntos sin que antes se unieran bajo el sagrado sacramento del matrimonio, aun cuando se tratara de una ceremonia rápida, sin preparación, formalidad o solemnidad alguna. Muchos jóvenes impacientados por las fiebres delirantes del amor corrían a donde el padre Tamayito y le pedían que los casara. Estos muchachos eran conocidos como los “volados”, es decir, los que no le solicitaban permiso a sus progenitores para casarse y lo hacían a escondidas. A cualquier hora y con cualquiera que estuviera cerca como testigo se celebraba la unión marital. Y a falta de papel, una servilleta bien podía convertirse en un certificado de matrimonio.



[1] Ver Duque, Juan. (1968). Municipios de Colombia. Granada – Antioquia- 1807 – 1968. Medellín: Imprenta de Carpel. Pág. 76.

[2] Hugo, Víctor. (1935)  Los miserables. Tomo I. Barcelona: Editorial Ramón Sopensa. Pág. 32.

[3] Shakespeare, William. (1997). La tragedia de Romeo y Julieta. Madrid: Club Internacional del Libro. Pág. 45.