Biografía del Padre Tamayito - Parte I: La Aurora

30.05.2016 12:39

Capítulo. X. El padre “Tamayito”

 

Por estos días se están impulsando diversas actividades para recaudar fondos para la construcción del Parque Gregorio Nacianceno Tamayo. Se trata de un tributo a uno de los personajes más queridos y recordados en esta vereda por su labor pastoral y su entrega desmedida a los más desfavorecidos. El padre Tamayito, como cariñosamente lo llamaron en su época, es valorado con independencia de su adscripción católica, pues cualquier ser humano, sin importar la confesión religiosa que profese, puede evidenciar en su vida y sus obras el amor más incondicional a sus semejantes.

 

Sin embargo, muchas nuevas generaciones no conocen la historia de este padrecito, y muchos de quienes lo conocieron cuando estaba vivo, quizás ignoren gran cantidad de los datos y anécdotas que en esta biografía se presentan y que han sido el fruto de un ardua labor de búsqueda de información por más de tres años.

 

Así pues, en esta ocasión se quiere presentar la Biografía del Padre Tamayito tal cual como hasta ahora está escrita en el Capítulo X del libro de la Historia de la Cuchilla del Salado. Debido a su extensión, se presentará en cuatro entregas que se dividirán así:

 

Parte I - La Aurora

Contenido:

- Una familia y la esperanza de una vida mejor
Nace un instrumento de Dios
Una personalidad que auguraba un gran futuro
Servicio militar obligatorio
- Una vida virtuosa
El llamado de Dios

Parte II- La Tarde
- El Seminario y el seminarista
- Inicia la vida sacerdotal
- La erección del templo espiritual
- El Presbítero Gregorio Nacianceno se convierte en el Padre Tamayito
- El pobre más pobre
- Los volados
 

Parte III - El Ocaso

- La enfermedad
- El inicio del final
- El ocaso 
- Polvo somos y al polvo volveremos
 
Parte IV - El Renacer de un Santo
- Legado
- Milagros: (i) la familia y (ii) la salud
 

Biografía del padre Tamayito - Parte I: La Aurora

Contenido:

- Una familia y la esperanza de una vida mejor
Nace un instrumento de Dios
Una personalidad que auguraba un gran futuro
Servicio militar obligatorio
- Una vida virtuosa
El llamado de Dios

 

Una familia y la esperanza de una vida mejor

Para 1890, Vahos, actualmente Granada, era una pequeña parroquia al oriente del Departamento de Antioquia. La tierra ácida de estas montañas no la hacía muy prolífica para la agricultura. Las familias crecían, vientos de guerra empezaban a levantarse y constantes noticias desde el sur de Antioquia, acerca de nuevas y feraces tierras, seducía los ánimos emigratorios de los vaheños.

Al norte de un naciente poblado bautizado como Manizales se habían encaramado en un filo algunos vecinos de la villa de Vahos, quienes habiendo comprobado las ubérrimas bondades de la tierra, no hacían sino alentar a otros familiares para que los imitaran en la búsqueda de una parcela cultivable. Un parroquiano vaheño llamado Francisco Tamayo se dejó cautivar por las deliciosas descripciones de los paisajes fértiles recién colonizados y tomó la decisión de buscar una mejor vida para su familia allí. Una mañana bien temprano, apenas despuntado la aurora, cargó su mula con chiros y corotos y, junto a su mujer Dolores López y su primogénito Ramón Emilio Tamayo, emprendió el largo viaje que lo esperaba rumbo a Manizales.

La travesía duraba unos ocho días aproximadamente, durante los cuales debían cubrir la ruta Vahos, La Ceja del Tambo, Abejorral, cruzar el rio Arma para pasar a Aguadas, después dirigirse a Pácora, de ahí a Salamina, luego a Aranzazu, bajar a Neira, pasar por Pueblo Rico o Las Guacas, descender a El Guineo, subir por la falda de Las Zetas  y finalmente llegar a La Linda o El Salado, como se conocía antes a la vereda.

Pasaban los años 1900 cuando don Francisco llegó a la vereda. En ésta ya se levantaban algunas casuchas de tapia en tierra y techo de paja. Allí se encontró a varios paisanos de Vahos con quienes empezó a dar forma al caserío que, incipiente y todo, se iba levantando inspirado en el espíritu solidario e industrioso de los vaheños.

Rara vez se veía a una familia antioqueña con pocos hijos, y ésta familia no iba a ser la excepción. Don Francisco Tamayo y su señora Dolores López dieron fruto a nueve hijos en la Cuchilla del Salado: Jesús María, Gregorio Nacianceno, Manuel Tiberio, Esther Julia, Ana Josefa, Rosa Amelia, Clara Elena, Pedro Nel y Alfredo; y diez con Ramón Emilio, quien había nacido en Vahos en 1892.

 

Nace un instrumento de Dios

Gregorio Nacianceno Tamayo López nacería el cinco de marzo de 1905 en medio de esta humilde familia de colonos vaheños.

Don Francisco había logrado hacerse a algunas parcelas por el sector de El Hoyo a través de compra hecha a don Joaquín Giraldo, prestante habitante de la vereda, padre de Giraldos, quien apreciaba mucho a los vaheños y les permitía acceder a la tierra por módicas sumas de dinero.

Empezó por levantar  su rancho y sembrar sus cultivos de plátano, frijol, guineo, yuca y arracacha y café, siendo éste último producto el corazón de una naciente industria con un prometedor futuro y a la que muchos campesinos le estaban apostando.

Gregorio Nacianceno, como todos sus hermanos, desde muy temprana edad debió ayudarle a su padre con las labores agrícolas. Al tiempo que trabajaba en la finca intentaba formarse en la escuela de la vereda que no alcazaba a llegar sino hasta tercer año de primaria, lo que significaba que los alumnos apenas si aprendían a leer, escribir y a hacer algunas cuentas. A pesar de los limitados conocimientos académicos, Gregorio Nacianceno recibió una excelente formación humana y religiosa producto ferviente piedad católica que practicaban sus padres, como era costumbre en toda familia paisa. La familia Tamayo no empezaba ni se terminaba un día sin que se dedicaran unos minutos a rezar el Santo Rosario. Todos los domingos, sin falta y bien temprano, arrancaban con muchas otras familias de la vereda en una “procesión” con rumbo a La Linda, en busca del principal alimento espiritual del antioqueño que era la santa misa dominical.

La confesión religiosa se practicaba de una manera tan abnegada, y en casi todos los ámbitos de la vida cotidiana, que se podría pensar que cada uno era un santo a su manera, pero Gregorio Nacianceno obtuvo un doctorado en su formación católica al internalizar de una manera especial los misterios de la humildad, la piedad, la bondad y la mansedumbre cristiana.

¿Habría pensado desde joven en la idea de hacerse sacerdote? ¿Alguna vez en su juventud concibió la imagen de entregarse al servicio apostólico de la Iglesia? No hay forma de saberlo, pero hasta tanto se sabe que Gregorio Nacianceno empezaba a destacar por ciertas características de bondad y de cristiandad que se alejaban del convencional joven de la época.

 

Una personalidad que auguraba un gran futuro

A pesar que estos campesinos llevaban una vida honesta y trabajadora, las cosas no eran fáciles, todo el día se debía trabajar el campo y lidiar con la insatisfacción de las necesidades más básicas del ser humano como la vivienda digna, el agua y la salubridad. Gregorio trabajó recolectando café en la finca de su papá; en la de don Antonio Zuluaga, el “Mono Viejo”; y en La Fonda de don Pantaleón Gonzales. De esos días se cuenta una anécdota que puede dar una idea de la personalidad de Gregorio Nacianceno, sin embargo, antes es necesario comprender bien el contexto en que esta se desarrolló para apreciar su significado.

Los valores y principios de la época estaban fundados en la doctrina católica, lo que hacía que la sociedad, y en especial la antioqueña, fuera bastante conservadora, misteriosa y hermética alrededor de temas como las relaciones interpersonales y sexuales entre hombres y mujeres. Lo anterior, mezclado con una alta dosis de ignorancia acerca de los procesos biológicos de reproducción, llevaba a las personas a creer en cosas que hoy nos parecen absurdas y graciosas como que un hombre podía embarazar a una mujer con tan solo tocarla.

Resulta que unas jovencitas debían llevar el almuerzo a su padre hasta una finca muy lejana a través de cafetales y caminos de herradura, lo que en la jerga montañera se conocía como “garitear”. Normalmente niñas como aquellas no se dejaban ir solas por estos caminos y mucho menos que fueran acompañadas por un hombre que no fuera de su familia. Sin embargo, el padre de estas niñas solo las dejaba ir a “garitear” si iban acompañadas por su amigo Gregorio Nacianceno Tamayo. Era tal el convencimiento del padre de las jovencitas sobre la personalidad recta y respetuosa de Gregorio que no solo no se sentía preocupado porque aquél las acompañara sino que, por el contrario, sentía que no podía dejarlas en mejores manos.

 

Servicio militar obligatorio

La historia de Colombia ha sido una seguidilla de guerras entre facciones opuestas de nuestra sociedad. Apenas independizados, hubo guerras para decidir qué hacer con lo que lo obtenido; después, durante todo el siglo XIX, federalistas y centralistas se disputaron la manera de organizar la república; las guerras no paraban y el despunte del siglo XX tomó al país en la guerra de los mil días. La recién centralizada república de Caro y Núñez requería de un ejército nacional y permanente, y para ello se expidió la ley 167 de 1896 que organizaba el servicio militar obligatorio. Para la época de nuestro biografiado todo varón mayor de veintiún años de edad y menor a cuarenta debía enlistarse en el ejército, especialmente si era pobre. Gregorio Nacianceno fue reclutado por las fuerzas armadas estatales por los años de 1926, tal y como lo hicieron muchos otros jóvenes a los que el respeto por las leyes del Estado era el fiel reflejo del respeto a la autoridad que en su hogar les habían enseñado.

Su estadía en el servicio fue por un par de años, regresando a su vereda natal hacia 1928.

 

Una vida virtuosa

De nuevo en su hogar, su vida no cambió mucho. Al aclararse el día se levantaba y antes de hacer cualquier cosa rezaba el Santo Rosario. Luego se tomaba “los tragos”, se ponía en la tarea de buscar el agua para traer a la casa y después desayunaba. En algunos casos  empacaba el almuerzo en cocas de aluminio y se iba a trabajar  en la finca de don Pantaleón Gonzales o en la de don Antonio Zuluaga, en la vereda San Isidro, lo que hoy conocemos como “La tomatera”.

En la tarde, rayando la noche, rezaba de nuevo su rosario en familia, tomaba la merienda y se acostaba. Nunca consiguió novia y nunca se llegó a tomar un solo trago de licor, ¿sabría él que Dios le tenía predestinada una vida a su servicio? ¿Concebía, para esos días, la idea de ser sacerdote, o era tan solo el deseo de llevar una vida célibe y tranquila? De nuevo, no podemos más que especular. Lo que sí se sabe es que aquél joven adoptó una vida poco común a la de sus contemporáneos, en quienes era habitual el buscar novia, echar suerte en los juegos y tomar licor los fines de semana.

En aquellos tiempos el matrimonio era una regla absoluta para aquella mujer y aquel hombre que se quisieran unir como pareja, y era muy común que los matrimonios se celebraran entre personas aún muy jóvenes. Lo normal era que la muchacha se casara de quince años y el muchacho de los dieciocho, aunque nadie veía problema si el hombre le llevaba ocho o diez años de diferencia a la mujer. Contaba una de nuestras paisanas que al cumplir los dieciséis años empezó a carcomerla la idea de que pudiera quedarse soltera. Gregorio Nacianceno, con 30 años, podía declararse oficialmente “solterón”.

Este hecho no lo perturbaba en absoluto y en cambio parecía estarle más acorde con esa personalidad cristiana y virtuosa que había cosechado durante toda su vida. Conservando su castidad y alejado de la mayoría de las pasiones mundanas, parecía como si estuviera guardándose para algo grande, como si estuviese guardando su inmaculada y diáfana alma para los designios de Dios.

Su apacible cotidianidad era quebrantada por esas épocas especiales dentro de las celebraciones católicas. Los domingos era día de descanso, de alabanza y de consagración espiritual; ese era su día de recreo. Mientras otros esperaban el sábado para vender su café, meterse a una cantina y embriagarse en licor, Gregorio Nacianceno esperaba impaciente el domingo para embriagarse en las alabanzas de la misa dominical.

Si el último día de la semana era su favorito, la Semana Santa era la época en la que dejaba de lado cualquier trabajo que estuviera haciendo para dedicase solo a ella. Todos los días de la Semana Santa se trasladaba hasta la parroquia de la Inmaculada Concepción, en el centro de Manizales, y allí vivía y revivía la pasión, muerte y resurrección de Jesús. El padre Naranjo, que atendía en esa época la parroquia, viendo la consagración con la que se dedicaba ese feligrés a la Semana Santa, lo dejaba participar activamente en su celebración. Le ayudaba al padre en todo lo que necesitaba: llevando los estandartes, gritando a todo pulmón las letanías y oraciones durante la misa y las procesiones, y corriendo de allá para acá y de acá para allá en todo lo que le pidiera el padre Naranjo.

 

El llamado de Dios

Fue durante la Semana Santa de 1936 que el padre Naranjo llamó a Gregorio Nacianceno Tamayo y le dijo: “Gregorio, usted tiene vocación religiosa, ¿a usted no le gustaría entrar al Seminario y hacerse sacerdote?. Esta propuesta lo aturdió ¿él? ¿Un campesino con apenas tercero de primaria? ¿Un muchacho con más de 30 años? ¿A qué edad saldría del Seminario? Cualquiera en su posición hubiera esquivado decentemente esta proposición, pero su pasión religiosa era tan grande, que aquella pregunta no fue más que la chispa que detonó todo su fervor católico y por primera vez se vio no solo siendo un buen feligrés sino un líder espiritual, pasó de verse como una oveja a verse como un pastor. Estas imágenes retumbaron de emoción y alegría su tímido corazón. Lo que había pasado ese día era que Dios se había puesto en la boca del padre Naranjo y había hablado a través de él para hacer el llamado a su servicio.

Sin embargo, ese sentimiento de alegría era perseguido por una cierta preocupación y duda. Gregorio Nacianceno era muy pobre, algunos de sus hermanos y hermanas ya estaban casados o tenían proyectado casarse, de modo que sus dos padres, viejos ya, dependían en gran medida de la ayuda que él les pudiera proporcionar. No solo se iba lejos sin poderles procurar cuidado y sustento, sino que debía gestionar ciertos gastos que demandaban sus estudios eclesiásticos. Con todo, él supo interpretar el llamado y con 32 años, apenas sabiendo escribir y leer, y en medio de tanta escasez material, empacó maletas y se embarcó en aquella empresa.