Nuestra deuda con el Hospital Geriátrico

30.05.2015 19:01

 

 

“La armonía recobrada solo fue interrumpida por la muerte de Melquiades. Aunque era un acontecimiento previsible, no lo fueron las circunstancias. Pocos meses después de su regreso se había operado en él un proceso de envejecimiento tan apresurado y crítico, que pronto se le tuvo por uno de esos bisabuelos inútiles que deambulaban como sombras por los dormitorios, arrastrando los pies, recordando mejores tiempos en voz alta, y de quienes nadie se ocupa ni se acuerda en realidad hasta el día en que amanecen muertos en la cama.”

Cien años de soledad -

Gabriel García Márquez.

 

Por Jonathan Orozco

 

No habíamos cruzado siquiera hasta el lugar donde se encontraban los dormitorios y ya podía sentirse un hedor a berrinche y a rincón viejo, pero antes que nada un hedor a descuido y abandono. En los dormitorios podían verse aquellos viejos, todos distantes, de alguna forma apartados, como si llevasen una marca, como si ya no pertenecieran a la sociedad; algunos perdidos en la nebulosa del tiempo, sin conciencia de sus largos años y la debilidad de sus huesos, mientras otros develaban en sus expresiones la claridad y resignación con la que esperaban las tenazas sobrias de la muerte.

El abandono y la desidia reinaban como un mar en ese cementerio de viejos olvidados, apenas alumbrados por pequeñas islas de humanidad en algunas enfermeras y abnegados religiosos que acompañan la labor médica con algo de medicina para alma.

Foto: rcnradio

No pudimos visitar una sección del Hospital que hacía pocos días había sido cerrada ante la inseguridad que representaba para la salud de los ancianos. El techo, aparte que dejaba filtrar chorros de agua durante las fuertes lluvias de invierno, amenazaba a cada instante con desplomarse sobre los pacientes y personal del Hospital. La capilla, que su arquitectura austera y sencilla se encuentra en el imaginario de muchos manizaleños, apenas si podía ser utilizada. Desde un corredor lateral podían verse las sillas arrumadas en aquellos lugares donde la lluvia y las goteras no habían podido todavía colonizar un campo de batalla que todos los días, a ciencia y paciencia de las autoridades civiles y políticas, iban ganando.

Foto: Concejo de Manizales

Aquella visita la hicimos junto a un seminarista que lideraba un grupo de jóvenes llamado Juvenes Dei. Ninguno de nosotros pasaba de los quince años. Todos llenos de vida, de sangre nueva, de huesos fuertes, de juventud dichosa, de esa barrera que nos hace creer inmortales, inquebrantables, que nos ciega la capacidad de establecer una empatía genuina con esa realidad distante pero cierta de la vejez, de los pasos lentos, de la memoria intermitente, de las derrotas sin revancha, de la finitud de nuestros días. Aun así, ese día, todos estábamos callados. El seminarista nos incitó a decir cualquier cosa acerca de la experiencia. Nadie hablaba, todos nos mirábamos con una madurez insospechada. Allí, con nuestra piel tersa y estirada, la realidad saltó el muro de nuestra juventud y nos mostró lo vulnerables que podíamos llegar a ser, lo sencillo que resulta reconocer que todos tenemos un ciclo más allá de nuestra juventud y nuestra adultez, que todos nos marchitamos como lo hace la flor más radiante y aromática, como la fruta más rechoncha y jugosa, como el semental más fuerte y rápido; todos estamos atados al ciclo natural de vejez y del último suspiro. ¿Pero acaso hace falta saber que esa realidad puede ser nuestra para reaccionar ante la realidad de nuestros semejantes? ¿Solo porque a alguno de nosotros o  quienes amamos pueden llegar a una situación semejante debemos movilizarnos ante las condiciones en las que viven cientos de viejos, pero especialmente nuestros viejos, los del Hospital Geriátrico? Cualquier ser humano, sin importar sus condiciones, en especial las económicas, debería, mas allá del papel, gozar de una vejez digna, tranquila y con los cuidados necesarios para vivir bien esa etapa final de la vida.

Foto: Periódico La Patria.

Por lo menos la comunidad de la Cuchilla del Salado debería hacerlo. Nuestro patrono, el Padre Nacianceno Tamayo, después de su abnegado servicio a la comunidad, después de haberse entregado en materia y espíritu todo lo que pudo poseer, ustedes bien saben a qué me refiero, terminó sus días en el Hospital Geriátrico. Cuando ninguno de sus paisanos quiso hacerse cargo de un viejo que requería los mismos cuidados de un niño recién nacido, el Hospital Geriátrico se hizo cargo de él y sobrellevó sus últimas horas hasta aquél nueve de octubre de 1991 cuando murió solo, absolutamente solo y en medio de las sábanas regaladas que le pudieron conseguir algunos de sus colegas porque, los trapos y jirones en los que estaba, bien podían haber sido de un indigente a quien nadie hubiese nunca conocido.

La crisis del Hospital Geriátrico sigue. El arreglo que se tuvo con la Alcaldía fue para el pago urgente de salarios y deudas con EPSs por la prestación de servicios en salud. El Hospital Geriátrico necesita inversiones, mobiliario, reparaciones, equipos de salud y sobre todo, el acompañamiento que podamos brindarle quienes aún gozamos de nuestra vida fulgurosa y nuestra buena salud, no solo para visitarlos y vivir una experiencia de renovada humildad, sino para alzar la voz por quienes ya no pueden hacerlo.  La conciencia social sobre su problemática es un buen comienzo y lo siguiente es la presión sobre los nuevos dirigentes políticos que en octubre disputarán las elecciones a Gobernación, Asamblea Departamental, Alcaldía, Concejo y Juntas Administradoras Locales. Exijamos a los aspirantes soluciones efectivas y sostenibles en el tiempo para el Hospital Geriátrico. Es nuestra responsabilidad, es nuestra deuda.