Biografía del padre Tamayito - Parte III: El Ocaso

09.06.2016 20:00

Biografía del padre Tamayito - Parte III: El Ocaso

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Contenido:

Parte III- El Ocaso

- La enfermedad
- El inicio del final
- El ocaso 
- Polvo somos y al polvo volveremos

 

La enfermedad

El padre Tamayito cumplió ochenta años de edad el cinco de marzo de 1985. Aunque su alma gozaba de excelente salud espiritual, su cuerpo se hacía viejo y propenso a las enfermedades. Por los años de 1986 empezó a sufrir algunos quebrantos de salud a pesar de lo cual se empeñaba en continuar su labor apostólica como si nada lo estuviese aquejando.

La memoria también empezó traicionarlo llevándolo a que, por ejemplo, repitiera en varias ocasiones el mismo sermón que el día anterior había entregado a sus feligreses. Sus pasos se volvieron pausados y la fuerza de su cuerpo ya no le bastaba para atender a todas sus obligaciones apostólicas.

Ante esto, la Arquidiócesis, en cabeza de  Monseñor José de Jesús Pimiento, envió al padre Néstor Cañas Restrepo, que servía como capellán en el Hospital Geriátrico, para que ayudara al padre Tamayito a llevar la carga de la parroquia.

En principio, el padre se sintió usurpado en sus labores y rechazó la ayuda del padre Cañas, quien no obstante siguió vigilante de su misión mientras cumplía labores en la Granja San José.

Sin embargo, cierto día del año 1986 el padre empeoró y tuvo que ser llevado a la Clínica de La Presentación de urgencia. Allí permaneció varios días durante los cuales debía no solo soportar los arremetidas del dolor sino además la lejanía de su parroquia y sus feligreses, lo que era mucho peor que la enfermedad misma porque era una enfermedad del alma.  Con todo, rogaba a Dios para que se recuperara pronto y así volver a lo que más felicidad le proporcionaba: pastorear a sus ovejas.

 

El inicio del final

Una tarde llegó al hospital el Vicario General de la Arquidiócesis preguntando por el padre Tamayito. El Vicario entró en la habitación y el padre lo recibió postrado en su cama. Luego, aquél sacó una carta de su maleta y le dijo: “padre Gregorio, esta es su carta de renuncia a la parroquia, usted ya no puede seguir atendiéndola y necesitamos que renuncie”. La conmoción del padre Tamayito no pudo ser mayor. Cuando logró salir de su estupor y comprender lo que se le estaba pidiendo se negó rotundamente, dijo que él se iba a recuperar, que él era capaz de seguir dirigiendo la parroquia, que él no podía renunciar a ella.

El Vicario le insistió y le presionó para que lo hiciera, puesto que el padre Cañas no podía hacerse al frente de la parroquia mientras el padre Tamayito no renunciara. Devastado por la enfermedad en medio de ese lúgubre cuarto, de repente la tenue luz de la esperanza se desvaneció y dejó al descubierto una realidad que hacía rato lo cercaba pero que se negaba a aceptar. Entonces, su mano tomó el bolígrafo y firmó. Ya estaba hecho y él lo sabía. Si algo le daba fuerzas a diario para seguir luchando, si de algo se aferraba mientras estaba postrado en esa cama, era a la idea de estar de nuevo al frente de sus feligreses, predicando la palabra de Dios, celebrando en alabanza la santa misa, guiando a sus ovejas, escuchando sus penurias y secretos, dando bendiciones y palabras de tranquilidad. ¿Qué es de un actor sin su escenario? ¿Qué es de un piloto sin su aeronave? ¿Qué es de un campesino sin su parcela? ¿Qué puede ser de un párroco sin su parroquia? Esta última pregunta determinaría los últimos días de vida del padre Tamayito. Ese día sucumbieron sus esperanzas y se dejó caer, ahora sí, a lo que la enfermedad hiciera de él.

 

El ocaso

Después de renunciar, el padre Tamayito, aunque delicado aún, fue dado de alta y posteriormente fue pensionado por la arquidiócesis, pudiendo el padre Néstor Cañas ocupar el papel de párroco en la vereda. Un sobrino del padre, Ángel Marcos Giraldo, asumió la manutención y lo hospedó en su casa.

Todo lo relacionado con vestido, vivienda y alimento, era proporcionado por su sobrino, puesto que el padre, si bien recibía una renta a título de pensión, ésta seguía teniendo por destinatarias a aquellas personas más pobres de la comunidad. A estas labores siguió dedicando el padre: ayudar con lo poco que pudiera a sus coterráneos. Solo esto podía aliviar en cierta manera su enorme tristeza después de haber tenido que dejar la parroquia. Visitaba enfermos y necesitados, confesaba a quien se lo pidiera y, en general, mientras su cuerpo se lo permitió, seguía pendiente de sus ovejas.

Cualquier día se encontraba en su casa cuando sufrió un fuerte dolor de estómago. Inmediatamente fue llevado a la clínica de La Presentación donde permaneció hospitalizado por varios meses. De nuevo volvían aquellos días de penumbra y soledad, encerrado en un cuarto, postrado en una cama viendo pasar lentamente cada minuto y hora en el reloj. Esta vez no había por qué luchar, saldría ¿y qué?, ¿volver de nuevo a una vida enajenada, lejos de su atrio, de sus misas, de sus veredas? ¿lejos de todo lo que lo hacía ser quien era? En una mezcla una realidad distorsionada por la enfermedad, de una memoria intermitente y de una escaza lucidez, decidió que ya no lucharía más y, entonces, dejaría en manos de Dios su incierto futuro. Se entregaría a la corriente del caudaloso río de dichas y desesperanzas; de recuerdos y olvidos; de personas y fantasmas; de luz y oscuridad; de vida y de muerte en la que lo tenía sumido su estado senil.

 

Polvo somos y al polvo volveremos

En 1989 salió del hospital a pesar de que su estado de salud seguía siendo inestable. Lo que la medicina podía hacer por él estaba hecho, el resto sería decisión de los cielos.

Sin embargo, no sería conducido a su terruño amado sino que, como a una naranja que se exprime y luego se tira, fue conducido al hospital Geriátrico de San Isidro. Allí lidiarían con él en adelante, y, seamos sinceros, allí lidiarían con él hasta que muriera. La enfermedad había hecho mella en su lucidez, pero eso no le impidió ser consciente del lugar a dónde lo llevaban, y con sus últimos esfuerzos rogó a quien pudiera escucharlo que no lo llevaran allí. Él quería estar en su casa, en su Cuchilla del Salado, entre su feligresía. Pero no fue escuchado, ¿Quién iba a hacerse cargo de un viejo que ni podía valerse por sí mismo? ¿Quién se encargaría de cuidar a un viejo que requería la misma atención de un niño recién nacido? Aquél que fue, no para él, sino para los otros; aquél que sacrificó su propio bienestar por aliviar la miseria ajena; aquél que sufría como suyas las desgracias de los demás; aquél fue dejado a su suerte y a la soledad de un frio hospital, en el que, y todos lo sabían, viviría sus últimos días.

Cierto día pidió que lo confesaran. Un séquito de sacerdotes bajó a confesarlo y a acompañarlo por un rato. Después de la visita, aquellos padres comentaban consternados el descuido y la pobreza en que se encontraba el padre Tamayito. Sus ropas y sus sábanos estaban hechas harapos. Los padres hicieron una colecta con los demás sacerdotes para comprarle ropa, implementos de aseo y otros elementos para organizar un poco su habitación.

Finalmente, este maravilloso ser humano, este patrono de los pobres, este santo sacerdote, expiró su último aliento el nueve de octubre de 1991.